La discriminación es un fruto de la soberbia. La soberbia crece por la necedad. La necedad de la discriminación es el resultado de cultivar razonamientos egoístas sin confrontarlos con cuestionamientos tan elementales como los presentados por el apóstol Pablo (y que el mismo responde):
“¿Qué te hace superior? ¿Quién te distingue? ¿Quién te da privilegios sobre los demás? No hay nada que te haga más importante que otros. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Todo lo que tienes lo has recibido de Dios. Y si todo se lo debes a él, ¿por qué presumes, como si lo hubieras conseguido tú solo?”
Hay quienes se jactan de su apellido, de su raza… ¿Quién les engañó que ciertas combinaciones de letras podrían hacerlos mejores que otros? ¿La tradición familiar? ¿Alguien, alguna vez decidió el lugar y la familia en la cual nacer? ¿Acaso esto es fruto de algún esfuerzo loable? “De suerte naciste allí” dirían unos. “La providencia divina” diremos los cristianos.
En ningún caso es algo para atribuirse mérito alguno. Aun así, el blanco desprecia al cholo, el cholo al negro, y el negro al que es más negro… Soberana estupidez. ¿Acaso la cantidad de pigmento en la piel hace superior a alguien? Después de todo, ¿quién tiene potestad para escoger nacer con un determinado color de piel, sexo, o ser serrano, costeño o selvático? Simplemente tenemos diferentes ropajes de carne, distintos hábitos culturales. Por lo demás somos iguales.
Señoritas que se envanecen por su belleza, pensando que por ello merecen tratos preferenciales, y se ríen de aquellas que no tuvieron la inteligencia de “escoger” tal gracia… Jóvenes que en su soberbia faltan el respeto a los ancianos, creyendo tontamente que caminarán por siempre erguidos, fuertes, sin necesidad de ayuda… ¿Es sensato jactarse del agua que se retiene en las manos? ¿Puede acaso alguien retener el tiempo, la vitalidad y belleza que Dios le da? (Disfrútalo con humildad. Es temporal).
Otros se llenan de soberbia por sus logros… Médicos que ni siquiera saludan a sus pacientes; ingenieros que tratan con insultos a sus obreros; autoridades, gerentes, negociantes que desprecian a los que no son de su “estatus”. Y claro, dicen “yo me quemé las pestañas”, “yo trabajé duro”, “yo sí aproveché las oportunidades”; y por supuesto que lo hicieron; mientras otros vagaban ellos se esforzaban. Son un ejemplo a seguir. Ahora ven recompensados sus días de trabajo y desvelos con reconocimiento y dinero… pero, ¿eso les da derecho de despreciar a los demás?... ¿Quién les dio esas oportunidades y esas fuerzas? ¿Quién les dio esa habilidad o ese coeficiente intelectual? ¿Acaso no ha sido Dios?
¡Cuidado!: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu”. Dios nos da la vida. Él sustenta este universo. Todo lo bueno proviene de Él. Reconocer esto nos provee de un corazón agradecido, y sobre todo humilde que evitará nuestra futura caída y quebrantamiento, y nos ayudará a rechazar la soberbia y cualquier tipo de discriminación.
La discriminación es cruel, injusta y perjudicial. Desune a la familia, a la sociedad, al país; origina resentimientos, discordias; retrasa el desarrollo. Las penas que imponen las leyes antidiscriminatorias buscan no sólo hacer justicia, sino enseñar, corregir, propiciar una sociedad de mayor respeto; porque no debemos conformarnos con prohibir, “reprimir” la discriminación (de tal manera que no se exprese en público lo que se dice en casa o entre amigos); sino que la solución debe ser, como lo enseñan las Escrituras: Revestirnos de humildad.
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