viernes, 27 de mayo de 2011

Diario de un ministerio Subterraneo

Nuestro ministerio subterráneo a una nación esclavizada


     La segunda faceta de nuestra obra era nuestro trabajo misionero subterráneo entre los propios rumanos.
     Muy pronto los comunistas se quitaron sus máscaras. Al principio, usaron la seducción para ganar a los dirigentes cristianos, pero luego comenzó el terror. Miles fueron arrestados. Ganar un alma para Cristo comenzaba a ser un una cosa dramática para nosotros también, como lo había sido por tanto tiempo para los rusos.
     Yo mismo estuve más tarde en prisión junto a otras almas a las cuales Dios me había ayudado a ganar para Cristo.
     Estaba en la misma celda con uno de ellos, que había dejado a sus seis hijos, y que ahora estaba en prisión por su fe cristiana. Su mujer y sus hijos se hallaban desamparados y hambrientos. Probablemente nunca más los vería. Le pregunté: “¿Siente usted algún resentimiento hacia mi por haberle traído a Cristo, considerando que su familia ahora está en la miseria?” Me dijo: “No tengo palabras para expresarle mi gratitud por haberme traído a este maravilloso Salvador. No quisiera que hubiera sido de otra manera.”
     Predicar a Cristo bajo las nuevas condiciones no era tarea fácil. Logramos imprimir varios folletos, pasándolos a través de la severa censura de los comunistas. Presentábamos al censor un folleto que tenía en su portada el retrato de Carlos Marx, el fundador del comunismo. Llevaba por título “La religión, opio de los pueblos”, u otros parecidos. Este lo consideraba como literatura comunista y colocaba el sello aprobatorio en ellos. Después de una pocas páginas llenas de citas de Marx, Lenin y Stalin, con las cuales agradábamos al censor, dábamos el mensaje de Cristo.

     La Iglesia Subterránea lo es solamente en parte. Al igual que un témpano una pequeña parte de su obra es visible. Íbamos a las reuniones comunistas y distribuíamos esos folletos “comunistas”. Estos, al ver el retrato de Marx, competían por comprarlo. Para cuando llegaban a las páginas que realmente nos interesaban y se daban cuenta que hablaba de Dios y de Jesús, estábamos ya muy lejos.
     Resultaba, en cierto modo, difícil predicar entonces. Nuestro pueblo estaba muy oprimido. Los comunistas les quitaron todo a todos. Al agricultor le quitaron tierras y ovejas. Al peluquero o sastre le quitaron su pequeño negocio. No solamente sufrían los “capitalistas”, sino también los pobres. Casi todas las familias tenían algún familiar en prisión, y la pobreza era extrema. Por eso la gente preguntaba: “¿Cómo es que un Dios de amor permite el triunfo del mal?”
     Tampoco les hubiera sido muy fácil a los primeros apóstoles predicar a Cristo el Viernes Santo, cuando Jesús moría en la Cruz, pronunciando las palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

     Por el hecho que nuestro trabajo fuera realizado, probaba que era de Dios y no de nosotros. La fe cristiana tiene una repuesta para tales preguntas.
     Jesús nos contó la historia del pobre Lázaro, oprimido en su tiempo como nosotros éramos oprimidos, aunque al final, los ángeles lo llevaron al “seno de Abraham.”
    

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